De razones y escritores

Hay tardes inmensas en las ciudades conocidas como provincia. Las calles transitan de manera continua por personas preocupadas por no desperdiciar los pocos minutos que disponen para comer algo que sea lo suficientemente llenador hasta la hora de salida. Ya sea de su trabajo, de la escuela, de un proyecto en una empresa. En fin, ocupaciones son muchas para lograr numerarlas todas en este reducido espacio.

Observo con cuidado desde la terraza de mi casa. Me siento confundida e inevitablemente siento pena por esas personas. Se ven como hormiguitas, no sé qué es lo que me causa pena: si el saber que su rutina se ve establecida por los tiempos de otros en lugar de los suyos o el sentirme preocupada porque en menos de una semana también seré parte de esas hormiguitas de rutina.

Dentro de aproximadamente 7 días dejare de llenar mis tardes con lecturas variadas de intereses cambiantes, de escritos e historias surgidas de momentos de relajación en mis tiempos de ocio productivo. No más vacaciones, de nuevo a la rutina.
Me emociono un momento y al otro me llena un sentimiento de nostalgia prematura. Extrañare estas horas benditas, que obligan a mi mente a buscar plasmar en papel los más absurdos y descabellados pensamientos que más tarde ayudaran a volverse un cuento, un poema, un relato o incluso formar parte de una novela.
No quiero ser una hormiguita. No quiero salir a comer a las 4 de la tarde y pasar debajo de la terraza de una chica que como yo mira con pena a las personas que pasan por la calle preocupadas por su hora de comida.
Busco alternativas, establezco diferentes opciones que me obliguen a variar mi rutina. No sirve de mucho, a partir del próximo lunes dejo de ser la dueña de mis horas. Es la escuela quien acomoda las clases a su antojo y conveniencia.

-Por favor, cámbieme el horario- le suplico a la secretaria quien me observa con esa expresión de absoluta indiferencia a través de la ventanilla de su imaginaria oficina (Imaginaria porque la comparte con otras 7 personas).

-No se puede, el horario está marcado para cumplirse sin cambios, a menos que el alumno trabaje- me responde como autómata, mientras me regala una mirada rápida y vuelve su atención a unos papeles que tiene en su escritorio.
-Ya lo ve, si puede cambiarme mi horario. Yo trabajo- respondo convencida, segura de poder llevar a cabo mi cometido.
Me mira incrédula, por un momento su cara se transforma en una mueca de curiosidad:
-¿Qué haces muchacha? ¿En dónde trabajas?
-Soy escritora- digo con orgullo mientras un grupo de chicas que esperan formadas y llevan escuchando con interés nuestra conversación, se ríen por lo bajo al escuchar mi respuesta.
-Deja de estar jugando, por niñerías como esas no te puedo cambiar tu horario. Llámale al coordinador de tu carrera para ver si el si te la cree.- Concluye enojada, creyendo que yo trato de hacerme la graciosa y de paso quitarle su tiempo.

Me alejo molesta, no tiene caso insistir. Las muchachas de la fila se mofan de mí, hablan por lo bajo de lo tonta que soy al asignarme el título de escritora. –Vaya idiota- alcanzo a escuchar una voz a mis espaldas.
Tal vez tengan razón. Tal vez me estoy asignando un título que no me merezco. Después de todo, ¿Quien conoce algunas de mis obras, mis trabajos, mis participaciones en concursos de escritura, mis miles y miles de seudónimos que en más de una ocasión he tenido la necesidad de usar para ocultar mi identidad en un escrito?

Sacudo la cabeza de manera enérgica, como intentando deshacerme de la idea de la misma forma como quien trata de espantar una araña que se posó a descansar en su cabeza.
Por poco caigo. Hace mucho tiempo que jure no volver a darles el poder a los demás por decidir por mí. Soy escritora porque si no escribo moriría. Literalmente moriría. Incluso si el mundo entero se siente ofendido por mi decisión de llamarme a mí misma escritora no dejare de presentarme como tal. A fin de cuentas, no necesito que nadie me dé su permiso para escribir ¿Por qué he de pedirles permiso para llamarme por hacer lo que más amo y que en más de una ocasión me ha dado para comer?
Me detengo de manera repentina. Sin percatarme de mis pasos llego a la parada del camión a las afueras del plantel. Es un milagro que no me hayan atropellado por ir discutiendo conmigo misma.
Las chicas de la fila salen unos minutos después. Mi primer impulso es esconderme de su vista, pero inmediatamente recuerdo el monologo que tuve hace unos instantes, me mantengo firme y mantengo la cabeza en alto sin desviar ni por un instante la mirada.
-¡Adiós “escritora”!- gritan al unísono seguida por una sonora carcajada que obliga a voltear a unos transeúntes que pasan casualmente por la calle. Me miran curiosos, unos se ríen bajito, otros siguen su camino de manera indiferente.

Suspiro satisfecha, se acerca por la esquina mi camión. Hago una seña para abordar el vehículo sin prisa y me siento en los últimos asientos de la fila. Hay una terraza que suspira mi presencia, hasta que las tardes nos dejen de pertenecer.
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