
Casi me muero, la boca me supo a cenicero todo el día. Mala idea.
Vuelve a
sonar la campana, nuevamente el encierro de una hora. Tomo mi mochila del
suelo. Mis amigos me intentan convencer que no entre a mi clase, que me quede ahí sentada
viéndolos fumar. Aunque la estadística no es precisamente algo que disfrute
aprender, no es motivo suficiente para faltar a mi clase. Me disculpo, esa
clase es importante para mí. Además el salón no huele a humo, en el salón puedo
respirar tranquilamente sin preocuparme por quedar apestando todo el día a
cigarro.
¿Apestar? ¿Así es la palabra? Sí, es correcta.
Me alejo de
ellos, camino muchos metros hasta llegar a mi salón. El profesor ya está
adentro y cerro la puerta que solo abre desde su lado. Toco la puerta para que me permita entrar. El maestro me
hace una señal con su reloj indicándome la hora, son las 4:05. Levanto las manos
en señal de protesta, aún tengo otros cinco minutos de tolerancia. Me señala
nuevamente la hora y me hace un ademan con la mano para que me vaya, estoy interrumpiendo su clase. Todos mis
compañeros observan la escena en silencio. Suspiro resignada, tengo falta.
Regreso
sobre mis pasos. Veo a lo lejos a mis amigos, siguen fumando. Aunque dije que
no me quedaría esa hora con ellos, no quiere decir que regrese porque haya cambiado de opinión si no porque no me
dejaron entrar a mi clase. Intento pasar desapercibida, pero no hay tiempo de ocultarme, me vieron desde lejos.
Gritan mi nombre, me animan a acercarme. Regreso con una sonrisa apenada. No me
dejaron entrar. Se ríen, se burlan. No digo nada, aunque estoy segura que mis mejillas están rojas.
Se acaban los cigarros, no hay dinero para más. Al menos hasta que termine esa hora y vuelva de clases el chavo que los da más baratos, el mismo que va conmigo en estadística.
Se ponen a platicar. Nunca sé que decir cuando se ponen a platicar, así que me quedo en silencio. Asiento, me río, parezco cómoda de ser parte en la conversación. No es así, nunca encajo demasiado con un grupo de amigos. Cuento los minutos para hacer otra cosa. Invento una excusa, debo entregar unos libros a la biblioteca. Camino en silencio, parece que nadie escucho mi intento de excusa.
Se acaban los cigarros, no hay dinero para más. Al menos hasta que termine esa hora y vuelva de clases el chavo que los da más baratos, el mismo que va conmigo en estadística.
Se ponen a platicar. Nunca sé que decir cuando se ponen a platicar, así que me quedo en silencio. Asiento, me río, parezco cómoda de ser parte en la conversación. No es así, nunca encajo demasiado con un grupo de amigos. Cuento los minutos para hacer otra cosa. Invento una excusa, debo entregar unos libros a la biblioteca. Camino en silencio, parece que nadie escucho mi intento de excusa.
Llego al
edificio. Me saluda por mi nombre el encargado. Lo saludo de vuelta, camino
hasta la sección de literatura. Busco algo nuevo de Isabel Allende. No hay nada
nuevo, esos libros ya los leí. Busco esperanzada algo de Virginia Wolf, no hay
nada. Busco de nuevo, veo portadas diferentes. El mago de Viena de Sergio
Pitol, El amor en los tiempos del cólera, La ciudad y los perros, la flor de
lis. Me detengo, encuentro uno que llama mi atención. Esta autora es nueva, no
la había visto. Diana Wayne Jones, El castillo en el cielo. Lo hojeo
lentamente, se ve interesante. Que más da. Lo tomo en mis brazos, como quien
toma a un niño con cuidado. Examino distraidamente otros estantes.
Salgo a la recepción, pido en préstamo el libro del castillo y otro de poemas de J. E. Pacheco. El encargado me pide mi credencial. Busco con cuidado en mi mochila. No esta.
Busco en mi chamara, en mis pantalones, en mi blusa, en mi cartera. No esta.
Me doy un golpe en la cabeza. La deje en mis otros pantalones.
Salgo a la recepción, pido en préstamo el libro del castillo y otro de poemas de J. E. Pacheco. El encargado me pide mi credencial. Busco con cuidado en mi mochila. No esta.
Busco en mi chamara, en mis pantalones, en mi blusa, en mi cartera. No esta.
Me doy un golpe en la cabeza. La deje en mis otros pantalones.
El hombre
se disculpa, pero no puede prestarme los libros sin la credencial. Reglas de la
universidad. Aprieto con fuerza los libros a mi pecho, no quiero dejarlos.
Quiero tenerlos para mí.
Alguien podría encontrarlos y llevárselos a su casa. Suspiro molesta. Afirmo que regresare más tarde. Es mentira, no puedo volver más tarde porque mi casa está a una hora de camino. Dejo los libros sobre el mostrador, salgo del edificio sin nada. Siento una brisa golpear con fuerza mi rostro. Volteo a todos lados, parece que ya termino la clase. El maestro que no me dejo entrar a su clase ahora camina con mucha prisa por los pasillos repletos de estudiantes. Vuelvo mi rostro en dirección a donde estaban mis amigos. Se han ido.
Alguien podría encontrarlos y llevárselos a su casa. Suspiro molesta. Afirmo que regresare más tarde. Es mentira, no puedo volver más tarde porque mi casa está a una hora de camino. Dejo los libros sobre el mostrador, salgo del edificio sin nada. Siento una brisa golpear con fuerza mi rostro. Volteo a todos lados, parece que ya termino la clase. El maestro que no me dejo entrar a su clase ahora camina con mucha prisa por los pasillos repletos de estudiantes. Vuelvo mi rostro en dirección a donde estaban mis amigos. Se han ido.

No sé si
soy tan común que sobresalgo o sobresalgo por ser increíblemente común.

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 3.0 Unported.
No hay comentarios:
Publicar un comentario