Recuerdo
que lo que más me dolía era su indiferencia cuando llegaba a la casa y fingía
no verme para evitar saludarme.
Suena
ridículo, pero así era.
Ni siquiera
me dirigía una mirada que indicara que sabía de mi presencia.
Caminaba
arrastrando los pies hasta quedar justo enfrente de las botellas de vino que
reposaban tranquilas detrás de la vitrina.
Elegía la
botella que más cerca estuviera de su mano y con un trago bebía intentando
olvidar aquello que tanto le dolía.
Luego se
echaba a llorar producto de una pena amarga mientras sollozaba entre pausas:
—Rebeca,
¿Porque te moriste? ¿Porque me dejaste? ¿No sabes cuánto te voy a extrañar?— eran
las palabras que reprochaba con furia al viento sin saber que yo las escuchaba
con un nudo en la garganta, incapaz de decirle en ese mismo momento que nunca
en la muerte lo podría abandonar.
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